Las Gladiadoras se sacaron la mufa y, después de casi 6 años, conquistaron una nueva copa.
El día fue largo. La ansiedad crecía a medida que pasaban las horas. Mientras el WhatsApp explotaba de mensajes, las redes también lo hacían. Videos, fotos, menciones. Todo lo que se veía hacía referencia al partido. Los programas de radio que nunca hablaban de fútbol femenino, el martes 19 sí lo hicieron. Parecía la final del mundo.
En la entrada había varios medios. Conocidos y no tanto. Pasar por la burocracia de las acreditaciones fue simple hasta que nos topamos con uno que no sabía que nos tenía que dejar pasar.
Boca había llegado recién y las jugadoras estaban haciendo el reconocimiento del campo de juego. La cancha de Vélez se veía radiante, la prueba de sonido era bastante jocosa. Yo no paraba de mirar todo, quería que el momento se quedara bien grabado en mi cerebro.
Después de la entrada en calor de las arqueras y cuando fueron al vestuario ahí me empezó a latir fuerte el corazón. Pensaba en cosas, gente, momentos. Quería tener a mis compañeros bien cerca y abrazarlos.
Los equipos salieron y con ellos humo con los colores de ambos. Entre lágrimas no caía en la cuenta de lo que estaba pasando frente a mí. Ellas, radiantes, se formaron en el medio del campo de juego. Eran indestructibles, estaban listas y yo también.
Solo diez minutos bastaron para que el castillo de naipes del rival se viniera abajo. Primero fue Huber, después Yami, más tarde Lore, Fabi y Andrea. Fueron 45 minutos de fútbol total.
Todo el nerviosismo se transformó en euforia, necesidad de que el partido terminase, de ir a abrazar a la gente que hizo esto posible. Aunque todavía quedaban más emociones; porque Andrea Ojeda y Fabiana Vallejos nos regalarían dos goles más. Las «históricas» querían seguir escribiendo páginas en este libro maravilloso.
Fortunato dio el pitazo final y mi cerebro se apagó. Dejé de ser racional y la premiación la viví con todas las ganas de saltar desde la platea hasta el campo de juego. Medí las distancias y no lo creí oportuno. Entonces miré para el costado, justo la esquina por dónde se ingresa a al campo y fui. Bajé las escaleras en silencio, ya era poco el movimiento y entre caminando normal hasta que no aguanté y empecé a correr. Era como un perrito suelto en el parque. Lo único que quería era ir a abrazarlas. Nancy, la «kine», me atajó y nos dimos un súper abrazo. Después Florcita, como le decimos, la delegada me abrazó y ahí lloré. Abracé a todos los que pude. Eso era todo lo que necesitaba. Verlas felices y compartir eso con ellas. Hubo espuma, risas y mucha emoción. Quería quedarme en ese instante para siempre.
Fue un sueño, hermoso sueño de una noche de verano.